Érase una vez un abuelico que tenía una finca de melocotoneros
orilla de un camino muy transitado por los habitantes, no solo de su pueblo,
sino también de los de la comarca. Todo el mundo era feliz hasta que al
abuelico se le hincharon las narices, pues en definitiva, quien menos
melocotones recolectaba era él.
–«Tengo que hacer algo para que todos estos ladrones de fruta
dejen de robármela tan descaradamente. Como me llamo Reinaldo». Armado con la
escopeta y cartuchos de fogueo, se escondía entre los árboles y cuando alguien
se acercaba inducido por el color y el tamaño de los melocotones, le soltaba un
par de tiros y unos cuantos gritos amenazantes. No dio resultado; le buscaron
la vuelta y todavía le robaban más.
Los paseantes y gentes transeúntes se conformaban con coger uno,
a lo sumo dos, para “el camino”. Pero últimamente la situación había degenerado
descaradamente. Había cuadrillas de ladrones de fruta, en su mayoría gentes del
este de Europa contratados por individuos autóctonos sin escrúpulos, que
acudían con furgonetas y arrasaban los frutales cual ejército de langosta sobre
campos de cereal. Y en esto no era el más
perjudicado el abuelico, que al tener más a la vista sus frutales, esa
circunstancia, paradójicamente, los protegía.
Ocurrió que, como en todos los pueblos, bien por edad bien por
aburrimiento, la gente mayor tenía la fea costumbre de morirse, incluido alguno
que sin haber agotado la singladura, se tiraba del barco en plena travesía.
Esta circunstancia tenía preocupados al ayuntamiento y al cura.
–El cementerio está a rebosar y carecemos de un terreno
apropiado para erigir uno nuevo.
Lo que comenzó siendo un rumor, alcanzó la categoría de noticia
para adquirir la perentoria de necesidad acuciante. Todos hacían cábalas sobre
donde podría alojarse el nuevo cementerio, mas ninguno daba el paso de
desprenderse voluntariamente del lugar donde ubicarlo.
El tío Reinaldo, hizo sus reflexiones sobre el terreno de los melocotoneros y tras consultarlo con la almohada y su mujer, optó por regalar
al consistorio aquella finca donde erigir el nuevo camposanto.
Los más descastaos del pueblo, con ínfulas de humoristas,
llenaron el municipio y los frutales de lazos negros en los que habían añadido
las letras RIP. Iniciales de su nombre y apellidos. Reinaldo Izaguirre Pardillo.
El día de la inauguración y bendición de los terrenos por el
señor cura y tras el discurso de rigor del señor alcalde, le cedieron la
palabra al tío Reinaldo. Este, creyó llegado el momento de su venganza y con
voz lo suficiente alta para que lo escucharan todos, dijo con sorna evidente:
–Paisanos y transeúntes, todos habís comido melocotones de esta finca, pero lo
que nunca imaginastis, es que tendríais que venir a dejar los huesos aquí.
Tal muestra de socarronería, fue recibida por los futuros
usuarios con carcajadas, vivas y aplausos.
Idea basada en un cuento del señor Tomás
Idea basada en un cuento del señor Tomás
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