Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 7 de octubre de 2018

EL CAMPOSANTO


Érase una vez un abuelico que tenía una finca de melocotoneros orilla de un camino muy transitado por los habitantes, no solo de su pueblo, sino también de los de la comarca. Todo el mundo era feliz hasta que al abuelico se le hincharon las narices, pues en definitiva, quien menos melocotones recolectaba era él.

–«Tengo que hacer algo para que todos estos ladrones de fruta dejen de robármela tan descaradamente. Como me llamo Reinaldo». Armado con la escopeta y cartuchos de fogueo, se escondía entre los árboles y cuando alguien se acercaba inducido por el color y el tamaño de los melocotones, le soltaba un par de tiros y unos cuantos gritos amenazantes. No dio resultado; le buscaron la vuelta y todavía le robaban más.

Los paseantes y gentes transeúntes se conformaban con coger uno, a lo sumo dos, para “el camino”. Pero últimamente la situación había degenerado descaradamente. Había cuadrillas de ladrones de fruta, en su mayoría gentes del este de Europa contratados por individuos autóctonos sin escrúpulos, que acudían con furgonetas y arrasaban los frutales cual ejército de langosta sobre campos de cereal. Y en esto no era el más  perjudicado el abuelico, que al tener más a la vista sus frutales, esa circunstancia, paradójicamente, los protegía.

Ocurrió que, como en todos los pueblos, bien por edad bien por aburrimiento, la gente mayor tenía la fea costumbre de morirse, incluido alguno que sin haber agotado la singladura, se tiraba del barco en plena travesía. Esta circunstancia tenía preocupados al ayuntamiento y al cura.

–El cementerio está a rebosar y carecemos de un terreno apropiado para erigir uno nuevo.

Lo que comenzó siendo un rumor, alcanzó la categoría de noticia para adquirir la perentoria de necesidad acuciante. Todos hacían cábalas sobre donde podría alojarse el nuevo cementerio, mas ninguno daba el paso de desprenderse voluntariamente del lugar donde ubicarlo.

El tío Reinaldo, hizo sus reflexiones sobre el terreno de los melocotoneros y tras consultarlo con la almohada y su mujer, optó por regalar al consistorio aquella finca donde erigir el nuevo camposanto.

Los más descastaos del pueblo, con ínfulas de humoristas, llenaron el municipio y los frutales de lazos negros en los que habían añadido las letras RIP. Iniciales de su nombre y apellidos. Reinaldo Izaguirre Pardillo.

El día de la inauguración y bendición de los terrenos por el señor cura y tras el discurso de rigor del señor alcalde, le cedieron la palabra al tío Reinaldo. Este, creyó llegado el momento de su venganza y con voz lo suficiente alta para que lo escucharan todos, dijo con sorna evidente:

–Paisanos y transeúntes, todos habís comido melocotones de esta finca, pero lo que nunca imaginastis, es que tendríais que venir a dejar los huesos aquí.

Tal muestra de socarronería, fue recibida por los futuros usuarios con carcajadas, vivas y aplausos. 


Idea basada en un cuento del señor Tomás

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