Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

sábado, 8 de diciembre de 2018

CAÍDOS Y RECAÍDAS

Releyendo el post sobre Mundo Amargo, me han venido a la memoria las veces que yo, jinete inexperto e inútil, fui descabalgado violentamente de la montura que me soportaba. Conste que ninguna de ellas dio pie a aquella entrada o salida de pata de banco.

La primera que acude a mi memoria, ocurrió a caballo de una burrita a la que llamábamos "de la tía Felisa", ya que era el nombre de la dueña. Era pequeña, la burrita, y mansa como casi todos los pollinos. Se la había pedido prestada mi madre para bajar de la vía del tren minero, a su paso por el pueblo, unos sacos de carbón que mi padre, o alguno de los guardafrenos del tren, habían arrojado del mismo. A mi padre como fogonero, le daba la compañía minera CMSM -no sé si gratis o a bajo precio- unos sacos de carbón al mes. Con ese carbón, aparte calentar la estufa en invierno, compró a un tendero de Santa Eulalia un aparato de radio de los de entonces, muy bonito y que todavía funciona.

Como decía, yo bajaba cabalgando la burra y sujetando un saco de carbón. Cuesta abajo, no me percaté de que saco y jinete nos deslizábamos hacia las orejas de la burra hasta que ocurrió lo inevitable: caímos a tierra dando con la testa contra el suelo. Aparte del susto y alguna magulladura en la cara, la cosa no pasó de ahí; pequeña era la burrica, pero el tozolón no lo fue tanto.

El siguiente, casi más de lo mismo. Mis padres tenían una mula heredada del abuelo materno que nunca la habían montado, pues decían era cosquillosa y por ese motivo tiraba la carga. Inexperto e inútil además de tonto, un día se me ocurrió cabalgarla a pelo juntamente con un saco de coles. Volvía del Prado de las Desillas y en un principio con la mosca en la oreja y receloso por la mala fama del animal. Cuando estábamos en las afueras del pueblo, nos encontramos al tío Julián, casado con una tía de mi madre. Él iba al mismo sitio pues tenía allí el hortal. En aquellos años, corría el agua por la acequia y se regaba a pozal.

En un momento dado, el hombre hizo un gesto con la mano en la caul llevaba un garrote y la mula, la Morena, se asustó. Pillado desprevenido, colijo que de no estarlo el resultado hubiera sido el mismo, saco y jinete fuimos a dar con nuestros huesos en tierra. Me di una costalada impresionante, pero afortunadamente, de nuevo, el susto no pasó a mayores. Casi había protagonizado una proeza y un gesto sin malicia, malinterpretado por el animal, hizo fracasar mi hazaña. Por cierto que esta mala bestia, otro día me dio una coz, sin queriendo, que también acabó con mis huesos en tierra. En todo el estómago, hizo que me doblara sobre la tripa y cayera con el culo de parachoques.

La tercera caída, el mismo procedimiento. En esta ocasión el mulo de mi tío. Bastante más alto, menos mal que el terreno era suave, con verdín en el suelo. Ni me enteré; la manta fue escurriéndose hacia un lado y sin avisar, al suelo. Ningún daño físico, pero el moral iba por dentro. Tozolones con la bicicleta de mi padre, incontables. Siempre el farol pagaba las consecuencias.

Esta vez, quedó en un susto. Estando en el trabajo y cabalgando un motor de un elevador, noté que me iba para abajo e inmediatamente recuperé el equilibrio. Pero no puedes hacer nada aunque sientas que te vas abajo. No caí seguramente porque el punto inestable de mi cuerpo quedaba al otro lado. Esta sí que hubiera sido una caída peligrosa e incluso mortal por la "cama" que me esperaba abajo. Un montón de utillajes de amarre para soldadura de la carrocería. Todavía siento esa fracción de segundo en el cual me percaté de que caía sin poder evitarlo.

Dicen que San Pablo, camino de Damasco, se cayó del caballo y dejó de perseguir a los cristianos. En mi caso, todavía no tenía edad para perseguir unicornios y quimeras que, a la postre, siempre obtuvieron el mismo resultado.

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