Hace 88
años nacía una pareja de gemelas en un pueblo, entonces casi perdido, de las
sierras de Teruel. Hoy, una de ellas viuda, mi madre, todavía vive sola en su
casa a pesar de que no está para tirar cohetes; la otra, también viuda y mucho
más deteriorada, la llevó la hija que todavía vive a una residencia de
ancianos.
Esta mañana hemos ido a visitarla.
A su hermana todavía la reconoce, a mí ya no. Mi infancia transcurrió a caballo
de las dos hermanas de mis padres, solteras. Recuerdo cuando se levantaba por
la noche para masar y luego ir a cocer el pan en el horno comunal. Y cuando una
noche, en la puerta de su casa, le dio calabazas a un mozo que lloraba
desconsolado su desamor. El torrente de la vida nos ha traído hasta aquí; en
tanto ella perdió al marido, ya mayor pero no tanto y a una hija con 45 años.
Darse una vuelta por este tipo de
centros asistenciales, le dejan a uno el ánimo tocado. Los
trabajadores sin duda deben adaptarse al igual que los médicos: no pueden echar
sobre sí las dolencias de los enfermos o ancianos; en la mayoría de los casos,
ambas cosas a la vez.
En una anterior visita, había una
señora sentada en una butaca. Nada detectaba su estado pues la lengua, la tenía
en perfecto estado. Tuve la ocurrencia de intentar ayudarla a levantarse para
ir a comer y casi cometo un desaguisado. La agarré de un brazo y por poco se me cae
al suelo. Menos mal que acudió rauda en mi ayuda una auxiliar y consiguió
enderezarla. Cómo me engañó.
Hoy, ya cansado de deambular por el
pasillo, he dejado a las dos hermanas y me he sentado en una butaca junto a
otro señor. Enseguida me ha dicho que estaba esperando a su hijo y que para
estar allí era necesario estar bien. Me ha vuelto a engañar. Se me ha caído la
venda cuando me ha preguntado si aquel puente que se veía allí enfrente era el
de Piedra. ¡Dios mío, me la ha pegado! Le he contestado que el citado puente
estaba muy lejos y ya, prevenido, me he quedado en guardia. El mentado puente,
está a kilómetros de allí, sobre el río Ebro.
He visto partir muchas personas de
mi tiempo y más jóvenes, víctimas de esa pandemia incurable a pesar de lo que
dicen. Mujeres y hombres. Amigos, compañeros, conocidas, familia. Siempre me ha
llamado la atención el hecho de que, estas personas más mayores a pesar de
haber sufrido una guerra y sus consecuencias, se agarran a la vida de una forma
que sus hijos no estamos sabiendo imitar. He conocido a varias personas
centenarias, alguna todavía vive. Su hermano de ellas, acaba de cumplir 90 años y mi señora suegra, va camino de 99 años y
vive sola.