Vino
al mundo por partida doble y le tocó salir la primera a esta perra vida. Como
su madre, mi abuela, carecía de reservas para alimentar a las dos gemelas, ella
tuvo que emigrar en busca de un pecho que pudiera sacarla adelante. Ese no
sería sino el comienzo de una vida plagada de sinsabores, unos divulgables y
otros no tanto, que empezaron antes de que su nodriza se ofreciera para
amamantarla. En su nuevo hogar fue muy bien recibida y mejor tratada hasta que
todos tuvieron la desgracia de perder a la madre natural y la de amparo. La
tónica sería, mientras su familia de acogida vivió, que entre sí se llamaran padre,
hija y hermanos. Para mí ellos fueron el abuelo y los tíos, por lo que tuve la
inmensa suerte de tener tres abuelos, una casa a la que acudir y un lugar al
que los Reyes Magos acudían todos los años, quizá porque mi pueblo les pillaba
un poco lejos y fuera de camino, a trasmano. (Me cuenta mi madre que, el abuelo
Marcelino, su padre adoptivo, tenía una novia muy guapa y que, cosa lógica, los
moscardones la asediaban. Un día, discutió con ella y se encontró con la abuela
Amparo, le pidió si quería ser su novia y acabó siendo su mujer, la madre de
sus hijos y adoptiva de mi madre).