Los grandes circos que fieles al calendario festivo, visitaban periódicamente las principales y medianas urbes con sus animales amaestrados, superaban a aquellos grupos de titiriteros que, cual medicina para matar el alejamiento y el aburrimiento, acudían de vez en cuando por los pueblos. Elefantes, leones —los había con grandes domadores de estos animales que encerrados en su jaula con el látigo y una silla, ponían los pelos de punta a los espectadores cuando el intrépido personaje metía la cabeza en la boca del león amansado—, focas y serpientes, amén del resto del elenco humano del que no faltaba la troupe de payasos.
A mi padre sus progenitores, mis
abuelos, le compraron un violín que el cómico respectivo vendió, desconociendo
por mi parte el precio pagado. No sé cómo aprendió, pero lo tocaba de
maravilla. Lleva en el interior, el violín, un papel que pone Copy of
Stradivarius. Un lutier madrileño me dijo que no me hiciera ilusiones. No era
original.
La medicina habría de ser la primera
experiencia capitalina que tuve la desgracia de sufrir. La llegada a la capital
ya imponía por sí misma. Para acceder a Teruel desde la estación del
ferrocarril al menos en aquellos tiempos, había que subir una escalinata
—todavía existe con una escultura de Los Amantes, de Juan de Ávalos— que ya te
encogía el espíritu. Casi casi, como el de Paco Martínez Soria en su llegada a
Madrí, en “La Ciudad no es para mí”. Un carnicero sin misericordia me arrancó
las anginas en una experiencia traumática donde las haya. Sentido que es uno.
Cuando en los comienzos de mi
juventud me enviaban a cavar la planta del azafrán, bucólica actividad donde
las haya, —colijo que a la mayoría de personas que tengan el atrevimiento de
leer esta parida mental les sonará a venusiano cuanto en ella exponga— no tenía
coartada para explicar que la faena adelantara tan poco. A flor de tierra había
piedras, —cantos, bolos, guijarros—
como si las hubieran sembrado. Primero había que rastillar y hacer montones con
ellas para posteriormente, con una cesta sacarlas a la loma, fuera del terreno
de labranza. Pero aquellas gargantillas, solo eran la punta del iceberg. Una
vez labrado el terreno de lo que sería la planta del próximo año, había que
cavarla. Con legón y a mano.
Tarea pesadísima y sumamente
aburrida; si encima de la tierra había muchas piedras, escondidas el doble. La
tierra se metía entre el calzado, las manos se ponían bastas y llenas de tierra
y los dolores de riñones, solo eran premonitorios de los que habría de pasar al
coger la rosa del azafrán. Pero con todo, ese no era el principal motivo de la
falta de coartada a la hora de hacer recuento de la faena no realizada. Ante la
recriminación de mi padre y mi falta de argumento coherente, no se me ocurría
otra cosa que replicarle contrito y mohíno: «Es que me han robau lo cavau». Jajajaja,
más morro que el oso hormiguero.
La verdad era que, ya camino del
tajo, me entretenía buscando nidos de picaraza y de cuervo en los chaparros. Una
vez cacé un nido ¿de águila? con tres huevos, tamaño gallinácea y de diferente
color. Blanco, blanco con pintas y marrón con pintas. No me siento orgulloso de
haberlo hecho. Si por el camino me encontraba con un pastor, le acompañaba
olvidando el motivo por el cual había salido de casa.
No sería la única ocasión en que no
tenía coartada ni argumentos para convencer a mi madre. Harto de subir y bajar
todos los días a coger rosa de azafrán, ya antes de llegar al campo, lo vi
azul. Así que ni corto ni perezoso, cogí un par de docenas de flores y volví al
pueblo. Una vecina alcagüeta denunció mi felonía y tuve que volver a realizar
el trabajo incumplido.
Mi abuelo tenía una sentencia
irrefutable: «Menos trabajar e ir a escuela, mándeme usté lo que quiera».
literuatas.
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