Cuando
apenas Juanito tenía seis años, era muy aficionado a plantar árboles u otro
tipo de plantas que se reproducían por esquejes o tallos de rama. En invierno
su huerto se convertía en un proyecto de plantero de diversas variedades.
Especial interés ponía en los sarmientos que recogía tras la poda de las viñas
del pueblo. Sus padres le dejaban hacer sabedores de la inutilidad de sus
esfuerzos. Los chopos, que eran los que más fácilmente arraigaban, una vez
trasplantados fenecían víctimas de la sequía o de los gusanos mineros que
horadaban el tronco.
Él
no decaía en su empeño. Todos los años nuevos sarmientos eran llamados a poblar
el vacío que otros germinados dejaban en el huerto. Se empeñó en conseguir una
viña de uva garnacha que fue creciendo en tamaño con el paso de los años.
Cuando comenzaron a dar producto las cepas, la alta graduación del mosto
devenido en vino, era rechazado por quienes se mostraban más proclives a cepas
foranas y de menor grado que las suyas. Muchos arrancaron sus viñas para plantar
esas vides extrañas a su tierra pero él, convertido en vitivinicultor, incrementó
su plantación y fue depurando e innovando con mimo los caldos que obtenía.
Hoy,
las antaño denigradas cepas de garnacha, han conseguido hacerse un más que
merecido hueco en el mercado vinícola. Tanto en Aragón, somontano del Moncayo y
Cariñena, como en Cataluña, la Terra Alta, sin ser exclusivas estas zonas, se
producen unos caldos muy apreciados, distinguidos en certámenes internacionales.
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