Los grandes circos que, fieles al calendario festivo, visitaban periódicamente las grandes y medianas urbes, con sus animales amaestrados: elefantes, leones —los había con grandes domadores de estos animales que encerrados en su jaula con el látigo y una silla, esto último más en los dibujos de tebeos, ponían los pelos de punta a los espectadores cuando el intrépido personaje metía la cabeza en la boca del león amansado—, focas y serpientes amén del resto del elenco humano del que no faltaba la troupe de payasos, superaban a aquellos grupos de titiriteros que, cual medicina para matar el alejamiento y el aburrimiento, visitaban de vez en cuando los pueblos. A mi padre sus progenitores, mis abuelos, le compraron un violín que el cómico respectivo vendió, desconociendo por mi parte el precio pagado. No sé cómo aprendió, pero lo tocaba de maravilla. Lleva en el interior, el violín, un papel que pone Copy of Stradivarius. Un lutier madrileño me dijo que no me hiciera ilusiones; no tenía coartada para haber sacado unas pelas por él, me chafó el negocio. Yo tocarlo lo toqué, pero jamás logré hacer música con el instrumento. Negao que es uno.
La medicina habría de ser la primera
experiencia capitalina que tuve la desgracia de sufrir. La llegada a la capital
ya imponía por sí misma. Para acceder a Teruel, desde la estación del
ferrocarril al menos en aquellos tiempos, había que subir una escalinata
—todavía existe con una escultura de Los Amantes, de Juan de Ávalos— que ya te
encogía el espíritu. Casi casi, como el de Paco Martínez Soria en su llegada a
Madrí, en “La Ciudad no es para mí”. Un carnicero sin misericordia me arrancó
las anginas en una experiencia traumática donde las haya. Sentido que es uno.
Años más tarde, estando mis abuelos
en la estación minera de Los Baños, fui a la Feria del Ángel, la vaquilla, y
como era larguirucho aunque no tenía ni de coña los dieciocho años, me metí a
ver una revista de chicas. Madre mía, eso hoy es pecao pero ¡qué maravilla! El
catetico de pueblo, ya apuntaba maneras. Hay cosas que no hace falta te las
enseñen ¿verdad?
Cuando en los comienzos de mi
juventud me enviaban a cavar la planta del azafrán —colijo que a la mayoría de
personas que tengan el atrevimiento de leer esta parida mental les sonará a
venusiano cuanto en ella exponga— no tenía coartada para explicar que la faena
adelantara tan poco. A flor de tierra había piedras, —cantos, bolos, guijarros—
como si las hubieran sembrado. Primero había que rastillar y hacer montones con
ellas para posteriormente, con un carretillo, sacarlas a la loma, fuera del
terreno de labranza. Pero aquellas gargantillas, solo eran la punta del
iceberg. Una vez labrado el terreno de lo que sería la planta del próximo año,
había que cavarla. Con legón y a mano.
Tarea pesadísima y sumamente
aburrida; si encima de la tierra había muchas piedras, escondidas el doble. La
tierra se metía entre el calzado, las manos se ponían bastas y llenas de tierra
y los dolores de riñones, solo eran premonitorios de los que habría de pasar al
coger la rosa del azafrán. Pero con todo, ese no era el principal motivo de la
falta de coartada a la hora de hacer recuento de la faena no realizada. Ante la
recriminación de mi padre y mi falta de argumento coherente, no se me ocurría
otra cosa que replicarle contrito y mohíno: «Es que me han robau lo cavau».
Jajajaja, vaya morro.
La verdad era que, ya camino del
tajo, me entretenía buscando nidos de picaraza y de cuervo en los chaparros. Desde el alto
de Las Canteras, se divisaba el Moncayo, nevado; las primeras florecillas,
precursoras de tiempos más bonancibles, también me distraían. Si por el camino
me encontraba con un pastor, le acompañaba en su recorrido olvidando el motivo
por el cual había salido de casa. Todo menos el trabajo.
No sería la única ocasión en que no
tenía coartada ni argumentos para convencer a mi madre. Harto de subir y bajar
todos los días a coger rosa de azafrán, ya antes de llegar al campo, lo vi azul.
Así que ni corto ni perezoso, cogí un par de docenas de flores y me volví casa.
Una vecina alcagüeta denunció mi felonía y tuve que volver a realizar el
trabajo incumplido.
Mi abuelo tenía una sentencia irrefutable:
«Menos trabajar e ir a escuela, mándeme usté lo que quiera».
Esta es la entrada siguiente, sin recortar
Esta es la entrada siguiente, sin recortar
No hay comentarios:
Publicar un comentario