Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

lunes, 13 de mayo de 2019

REFLEXIONES EN VOZ ALTA

Sin duda los habitantes de las ciudades han gozado siempre de muchas más oportunidades que los oriundos de los pueblos. En todo. Bueno en casi todo. Porque ellos, sobre todo los niños borregoncetes, se perdieron la oportunidad de cazar nidos y pájaros en una actitud primitiva que era la evolución natural de esos pobladores de las tierras que se veían al otro lado de las carreteras. Entonces no habían inventado las autovías y autopistas que en muchas ocasiones han servido para, en caso de lluvias torrenciales, hacer grandes destrozos en el campo. Aunque me consta que en las ciudades también los había saltatapias que abordaban las huertas, mayormente de monjes y monjas, para birlarles lo que llevaba el tiempo.
Los grandes circos que, fieles al calendario festivo, visitaban periódicamente las grandes y medianas urbes, con sus animales amaestrados: elefantes, leones —los había con grandes domadores de estos animales que encerrados en su jaula con el látigo y una silla, esto último más en los dibujos de tebeos, ponían los pelos de punta a los espectadores cuando el intrépido personaje metía la cabeza en la boca del león amansado—, focas y serpientes amén del resto del elenco humano del que no faltaba la troupe de payasos, superaban a aquellos grupos de titiriteros que, cual medicina para matar el alejamiento y el aburrimiento, visitaban de vez en cuando los pueblos. A mi padre sus progenitores, mis abuelos, le compraron un violín que el cómico respectivo vendió, desconociendo por mi parte el precio pagado. No sé cómo aprendió, pero lo tocaba de maravilla. Lleva en el interior, el violín, un papel que pone Copy of Stradivarius. Un lutier madrileño me dijo que no me hiciera ilusiones; no tenía coartada para haber sacado unas pelas por él, me chafó el negocio. Yo tocarlo lo toqué, pero jamás logré hacer música con el instrumento. Negao que es uno.

La medicina habría de ser la primera experiencia capitalina que tuve la desgracia de sufrir. La llegada a la capital ya imponía por sí misma. Para acceder a Teruel, desde la estación del ferrocarril al menos en aquellos tiempos, había que subir una escalinata —todavía existe con una escultura de Los Amantes, de Juan de Ávalos— que ya te encogía el espíritu. Casi casi, como el de Paco Martínez Soria en su llegada a Madrí, en “La Ciudad no es para mí”. Un carnicero sin misericordia me arrancó las anginas en una experiencia traumática donde las haya. Sentido que es uno.
 
Años más tarde, estando mis abuelos en la estación minera de Los Baños, fui a la Feria del Ángel, la vaquilla, y como era larguirucho aunque no tenía ni de coña los dieciocho años, me metí a ver una revista de chicas. Madre mía, eso hoy es pecao pero ¡qué maravilla! El catetico de pueblo, ya apuntaba maneras. Hay cosas que no hace falta te las enseñen ¿verdad?

Cuando en los comienzos de mi juventud me enviaban a cavar la planta del azafrán —colijo que a la mayoría de personas que tengan el atrevimiento de leer esta parida mental les sonará a venusiano cuanto en ella exponga— no tenía coartada para explicar que la faena adelantara tan poco. A flor de tierra había piedras, —cantos, bolos, guijarros— como si las hubieran sembrado. Primero había que rastillar y hacer montones con ellas para posteriormente, con un carretillo, sacarlas a la loma, fuera del terreno de labranza. Pero aquellas gargantillas, solo eran la punta del iceberg. Una vez labrado el terreno de lo que sería la planta del próximo año, había que cavarla. Con legón y a mano.

Tarea pesadísima y sumamente aburrida; si encima de la tierra había muchas piedras, escondidas el doble. La tierra se metía entre el calzado, las manos se ponían bastas y llenas de tierra y los dolores de riñones, solo eran premonitorios de los que habría de pasar al coger la rosa del azafrán. Pero con todo, ese no era el principal motivo de la falta de coartada a la hora de hacer recuento de la faena no realizada. Ante la recriminación de mi padre y mi falta de argumento coherente, no se me ocurría otra cosa que replicarle contrito y mohíno: «Es que me han robau lo cavau». Jajajaja, vaya morro.

La verdad era que, ya camino del tajo, me entretenía buscando nidos de picaraza y de cuervo en los chaparros. Desde el alto de Las Canteras, se divisaba el Moncayo, nevado; las primeras florecillas, precursoras de tiempos más bonancibles, también me distraían. Si por el camino me encontraba con un pastor, le acompañaba en su recorrido olvidando el motivo por el cual había salido de casa. Todo menos el trabajo.

No sería la única ocasión en que no tenía coartada ni argumentos para convencer a mi madre. Harto de subir y bajar todos los días a coger rosa de azafrán, ya antes de llegar al campo, lo vi azul. Así que ni corto ni perezoso, cogí un par de docenas de flores y me volví casa. Una vecina alcagüeta denunció mi felonía y tuve que volver a realizar el trabajo incumplido.

Mi abuelo tenía una sentencia irrefutable: «Menos trabajar e ir a escuela, mándeme usté lo que quiera».

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