Tuvo dos hijas, cosa normal en un matrimonio, las cuales iniciaron el éxodo nada más alcanzar la juventud. Ellos, la pareja matrimonial, permanecieron en el pueblo dedicados a las faenas del campo, tal y como había sido toda su vida. Un día en los ochenta, durante la época de la vendimia, al marido le dio un ictus, embolia le llamaban entonces, y permaneció seis meses hospitalizado. El brazo izquierdo inútil, paralizado, la pierna del mismo hemisferio, casi. Dentro de la desgracia, el habla y el dominio del brazo derecho, no sufrieron tanto quebranto. Con humor decía que se encontraba "regular, gracias a Dios".
Cuando
volvieron al pueblo, mejor dicho desde que sufrió el ictus, el campo quedó
abandonado. Ella temía que el marido no pudiera superar, tras la parálisis corporal sufrida a raíz del ataque cerebral, la dejación y el abandono de las tierras
que había cultivado durante toda su vida. En absoluto; él se adaptó a su nueva
situación en tanto ella era quien de verdad sufría la nueva situación. La
persona enferma adopta el rol que, una situación no deseada, le impide realizar
el día a día llevado a cabo con anterioridad. Sin duda que el cerebro se ve
afectado y olvida.
Durante
diez años atendió al marido, cuyo estado de salud poco a poco fue degenerando,
sin ayuda alguna. Las hijas, ausentes desde su juventud, acudían de visita pero
ayudaban poco, más bien lo contrario. En los últimos años, al marido debieron
instalarle una habitación en la planta baja de la casa por la imposibilidad de
acceder por las escaleras al piso superior. Comenzó a perder el control de los
esfínteres y fue ella la que acarreó, con verdadera moral estoica, esa carga adicional.
A
los diez años del ataque, con setenta y un años, una noche expiró. Aquí
comenzaría la liberación del trabajo que supuso la atención al marido enfermo.
¿Se sintió mal durante la afección por la obligación que originó la misma? En
absoluto, pero qué duda cabe que es imposible sustraerse a la temida pregunta:
¿Por qué a él? ¿Por qué a mí?
Siguieron
noches de soledad, insomnio y miedo en las cuales durmió, o intentó hacerlo,
con las luces encendidas, como una niña, obviando que los muertos no vuelven
jamás; es el miedo a la propia muerte, lo que hace a las personas volverse
temerosas cayendo a veces en la depresión, el desánimo y en casos extremos, el suicidio. Pero hasta eso lo
superó estoicamente, viviendo su soledad recién sobrevenida.
Así
ha permanecido todos estos años, desde la desaparición del marido cuando ella
tenía setenta y cinco años, en soledad consigo misma. Pero no se amilanó. Con
una cabeza privilegiada y unas manos inigualables para el ganchillo,
confeccionó para las hijas y nietas, mantelerías y colchas que son muy poco
prácticas pero de un valor incalculable, más allá del puramente material.
Infatigable
consumidora de misas diarias y rezadora de rosarios, cuando algún difunto había
en el pueblo, allí estaba ella dirigiendo los misterios y la letanía
correspondientes. Hoy, sorda como una tapia, por teléfono es imposible hablar
con ella, y con la cabecica dura como buena aragonesa, ha encontrado nuevo
aliciente en una residencia para la tercera edad en la cual hay hospedados
muchos jóvenes, viejos conocidos suyos. Incluso parientes. El oído le falla –se
ayuda de un pinganillo para escuchar en directo- pero la cabeza y sobre todo la lengua, las
tiene como una patena y bien lubricadas. Recita de memoria la poesía “La casada
infiel”, del “Romancero gitano” de García Lorca: «Y yo me la llevé al río,
creyendo que era mozuela…» aprendida en la niñez.
Cocinera
curtida en mil perolas, guisa el conejo de manera que nadie ha conseguido
imitar; hace unas empanadillas de plato único por lo ricas; y sobre todo, un
flan de huevo de una pieza, de un litro de leche. Sale cocido y sin agujeros ¡y
mira que es difícil lograr ese equilibrio!
Si
hay con quien pegar la hebra, es infatigable. Y como ha vivido tanto, tiene
repertorio para dar, vender y regalar. «Ay, Dios mío de mi corazón», repite una
y otra vez; «Qué hago aquí yo ya» reafirma incansable; pero si le duele un poco
la rodilla, rauda pide un paracetamol. Hasta el pasado otoño, vivió sola. Al entrar en la residencia, la sometieron a un "tercer grado", quedando maravillados de su agilidad mental y su memoria.
Es Teodora,
y el pasado veintinueve de octubre, cumplió ciento tres años.
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