Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

jueves, 9 de mayo de 2019

TEODORA

Se llama Teodora. Le tocó vivir la guerra y la posguerra, cuando los hombres de su edad habían desaparecido o casi. Se casó con un mozo cuatro años más joven que ella, pasados los treinta y dos. Nada que otras mujeres de su edad no vivieran en aquellos años, cuando los hombres se pasaron entre guerra civil y mili, siete años sin volver a casa. (El que volvió).

Tuvo dos hijas, cosa normal en un matrimonio, las cuales iniciaron el éxodo nada más alcanzar la juventud. Ellos, la pareja matrimonial, permanecieron en el pueblo dedicados a las faenas del campo, tal y como había sido toda su vida. Un día en los ochenta, durante la época de la vendimia, al marido le dio un ictus, embolia le llamaban entonces, y permaneció seis meses hospitalizado. El brazo izquierdo inútil, paralizado, la pierna del mismo hemisferio, casi. Dentro de la desgracia, el habla y el dominio del brazo derecho, no sufrieron tanto quebranto. Con humor decía que se encontraba "regular, gracias a Dios".

Cuando volvieron al pueblo, mejor dicho desde que sufrió el ictus, el campo quedó abandonado. Ella temía que el marido no pudiera superar, tras la parálisis corporal sufrida a raíz del ataque cerebral, la dejación y el abandono de las tierras que había cultivado durante toda su vida. En absoluto; él se adaptó a su nueva situación en tanto ella era quien de verdad sufría la nueva situación. La persona enferma adopta el rol que, una situación no deseada, le impide realizar el día a día llevado a cabo con anterioridad. Sin duda que el cerebro se ve afectado y olvida.

Durante diez años atendió al marido, cuyo estado de salud poco a poco fue degenerando, sin ayuda alguna. Las hijas, ausentes desde su juventud, acudían de visita pero ayudaban poco, más bien lo contrario. En los últimos años, al marido debieron instalarle una habitación en la planta baja de la casa por la imposibilidad de acceder por las escaleras al piso superior. Comenzó a perder el control de los esfínteres y fue ella la que acarreó, con verdadera moral estoica, esa carga adicional.

A los diez años del ataque, con setenta y un años, una noche expiró. Aquí comenzaría la liberación del trabajo que supuso la atención al marido enfermo. ¿Se sintió mal durante la afección por la obligación que originó la misma? En absoluto, pero qué duda cabe que es imposible sustraerse a la temida pregunta: ¿Por qué a él? ¿Por qué a mí?

Siguieron noches de soledad, insomnio y miedo en las cuales durmió, o intentó hacerlo, con las luces encendidas, como una niña, obviando que los muertos no vuelven jamás; es el miedo a la propia muerte, lo que hace a las personas volverse temerosas cayendo a veces en la depresión, el desánimo y en casos extremos, el suicidio. Pero hasta eso lo superó estoicamente, viviendo su soledad recién sobrevenida.

Así ha permanecido todos estos años, desde la desaparición del marido cuando ella tenía setenta y cinco años, en soledad consigo misma. Pero no se amilanó. Con una cabeza privilegiada y unas manos inigualables para el ganchillo, confeccionó para las hijas y nietas, mantelerías y colchas que son muy poco prácticas pero de un valor incalculable, más allá del puramente material.

Infatigable consumidora de misas diarias y rezadora de rosarios, cuando algún difunto había en el pueblo, allí estaba ella dirigiendo los misterios y la letanía correspondientes. Hoy, sorda como una tapia, por teléfono es imposible hablar con ella, y con la cabecica dura como buena aragonesa, ha encontrado nuevo aliciente en una residencia para la tercera edad en la cual hay hospedados muchos jóvenes, viejos conocidos suyos. Incluso parientes. El oído le falla –se ayuda de un pinganillo para escuchar en directo- pero la cabeza y sobre todo la lengua, las tiene como una patena y bien lubricadas. Recita de memoria la poesía “La casada infiel”, del “Romancero gitano” de García Lorca: «Y yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela…» aprendida en la niñez.

Cocinera curtida en mil perolas, guisa el conejo de manera que nadie ha conseguido imitar; hace unas empanadillas de plato único por lo ricas; y sobre todo, un flan de huevo de una pieza, de un litro de leche. Sale cocido y sin agujeros ¡y mira que es difícil lograr ese equilibrio!

Si hay con quien pegar la hebra, es infatigable. Y como ha vivido tanto, tiene repertorio para dar, vender y regalar. «Ay, Dios mío de mi corazón», repite una y otra vez; «Qué hago aquí yo ya» reafirma incansable; pero si le duele un poco la rodilla, rauda pide un paracetamol. Hasta el pasado otoño, vivió sola. Al entrar en la residencia, la sometieron a un "tercer grado", quedando maravillados de su agilidad mental y su memoria.

Es Teodora, y el pasado veintinueve de octubre, cumplió ciento tres años.

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