Si este pasado agosto las calles
estaban llenas del bullicio de los críos y jóvenes hasta las tantas, ahora se
han quedado mudas, silenciosas, y solo quedamos los que por obligación debemos
permanecer o quienes se niegan a abandonar los bonancibles días que este final
de mes nos está brindando como desagravio a los aborrecibles días que nos hizo
padecer en su primera quincena. No tardaremos en emigrar dejando a los
moradores perennes el pueblo para su uso y disfrute o lamento.
Paso por delante de la puerta de la
iglesia, cerrada por supuesto, y mentalmente le digo al Ocupante perpetuo, que
qué hace que no echa una mano. Que ya está bien de permanecer con los brazos
cruzados ante los infortunios de la gente, sus miserias o tragedias, que de
todo hay en la viña de su Padre. Cuántos recuerdos encierran esos muros; no en
vano todos los años de niñez y juventud transcurrieron bajo su supervisión. Los
recordados y los olvidados, incluso aquellos que fueron pero no dejaron huella
por no tener capacidad el USB personal de almacenamiento en esos años.
Pero sí de aquellos de aquellos
otros que acontecían traspasando el sentido religioso de los mismos. Cuando,
sobre todo la gente joven, íbamos más que a dialogar o rendir pleitesía al
Ausente, lo urdíamos para intentar hacerlo con las y los presentes. Menos en el
coro donde los vozarrones de los veteranos nos anulaban y no podíamos destacar
para mandar el mensaje oculto de nuestra presencia y pensamiento.
Aquellas ceremonias cantadas en un
latín que ninguno entendíamos más allá del Gloria
in iscilsis dedo o el Credo in unum
dedo. Poco importaba, lo principal era no desentonar demasiado y demostrar
que había madera para que aquella llama no se extinguiera en el futuro. Dicen
que lo que se aprende una vez, difícilmente se olvida, sobre todo lo malo. Poco
necesitaría para volver a entonar aquellas jaculatorias de los grandes días de
fiesta. Mi credibilidad hacia el fondo del asunto, ha mermado más que el
salario de un okupa, pero hay cosas que jamás se podrán olvidar. Para bien, o
para mal.
Al lado está el cementerio que en
su día, para mí, era causa de terrores. Hoy está iluminado, lo han cubierto con
losas de piedra rodeno y las malvas que antaño crecían bien alimentadas, han
desaparecido. Allí descansan, o no, mis antepasados por los siglos de los
siglos. Los que vivieron en el siglo XIX porque mi bisabuelo Justo, que todavía
vivió tras nacer yo, y quizá algún otro, ya está en el camposanto nuevo. Junto
con mis abuelos, padre, tíos y otros parientes. Solo falta mi abuela materna,
la que con toda seguridad me tuvo primera en sus manos. Murió en otro lugar,
Las Minas de Ojos Negros, y como en aquellos tiempos un cadáver debía
enterrarse donde moría, allí quedó. Con posterioridad yo quise traerlo aquí,
con los suyos, pero las hijas que todavía vivían no quisieron. Yo espero que
sepa disculparnos la falta de interés que los vivos demostraron con ella. Quizá
le sirva de consuelo que un hijo suyo, también está durmiendo el sueño de los
justos en el mismo lugar.
A pesar de que se me cierran los
ojos, intento retardar lo máximo la hora de acostarme. Diversas motivaciones,
el reflujo esofágico entre ellas, hacen que demore lo posible el asunto. De ahí
que esta sea la hora fructífera en la cual, a veces ayudado por el orujo, se me
ocurren estas crónicas o estampas como las llamaría Don Kendall. Hoy cierta
melancolía me invade, polvo de estrellas podría ser, porque del otro, rien de
rien.
A la hora de finalizar esta
crónica, el título se ha cumplido. Viva Octubre. (Al final parlarem)
Y si suena, sueña
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