Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar
la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran
ciudad. Aunque no sea consciente de ello, en el fondo teme que va a perder su
personalidad, que ésta va a quedar secuestrada en el anonimato de la masa
ciudadana. Intuye que el vuelco que va a sufrir su existencia, ocultará todo
cuanto hasta ese momento había constituido el bagaje de su día a día y su
memoria.
Esos mismos pensamientos, pudieron tenerlos
miles de niños en la circunstancia obligada, a su pesar, de la oportunidad de
marchar del pueblo a estudiar a la capital. Porque siempre han existido los
Mochuelos, Moñigos y demás elenco que el autor de El Camino hizo desfilar por
su libro. Y más en aquellos tiempos, mis tiempos.
Quienes tuvimos la suerte de haber vivido
nuestra infancia y niñez en un pueblo, también conocimos a esos personajes
aunque con nombres reales. O quizá con actitudes diferentes pero para nosotros,
los niños de aquellos tiempos, no se diferenciarían en mucho de las vivencias
de Daniel y sus amigos. Hacer rastros sin temer el castigo, era el pan nuestro
de cada día; temíamos a los abuelos, la gente mayor, mucho más que ahora que
solo somos motivo de burla y escarnio si alguno osa decirle a cualquier niñato,
que lo que está haciendo está mal, no que es un rastro inocente como los
nuestros.
No faltaban las señoras puntillosas, como
las Guindillas, que parecían estar pendientes de nuestros actos para venir a la
escuela a acusarnos ante el maestro de haber incendiado el infierno o haberle
robado unas rosas. O aquellos ogros, lo eran para nosotros, que desayunaban un
par de críos cada mañana y que nosotros nos guardaríamos, como de mearnos en la
cama, de tocar cualquier cosa que les perteneciera. Aunque fueran melocotones o
albaricoques que nos incitaban, con su ruborizada piel, a cogerlos del árbol.
Tuvimos, como no, nuestra particular Mica,
nuestra chica de la mochila azul, que cuando creció un poco más ya ni nos
miraba y quedamos abandonados en tierra de nadie demasiado tiempo. Y nuestra
Mariuca, que al fin nos hizo olvidar veleidades de abejorro atontao y supo
esperar a nuestra lenta maduración.
Una entrada basada en el libro de Miguel Delibes, "El Camino".
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