Fue al comienzo de los años ochenta. Bochum, Alemania. Una cuadrilla de trabajadores y directivos de la empresa General Motors España, habíamos sido enviados a las fábricas de Opel para entrenamiento en tanto la fábrica se construía en España. Esa cuadrilla ya finalizaba su estancia y habían montado un sarao en la residencia para celebrarlo. Algunas gentes del vecindario, a pesar de que la residencia era privada, de Opel, llamaron a la polis al parecer porque les molestaba la juerga que los españoles tenían montada. No pasó nada, hicieron como el César, veni, vidi y me fui.
Uno de los más alegres, era una persona a la que pudiéramos
considerar mayor respecto del resto. Con una papelera o cesto de la basura a
modo de tambor, se paseaba por la residencia cantando la canción del elefante o
acompañando a otros con cualquier otra. Ni se inmutó a pesar de la polis,
siguió a su marcha. Se llamaba Modrego (d.e.p) y poco tiempo después lo vi en
un velatorio en el cementerio de Torrero. Con toda seguridad sabía que tenía
los días contados y en poco tiempo él sería el protagonista. Una lástima que
entonces todavía no existieran los teléfonos móviles, conservaríamos muchas
fotos y no habríamos de recurrir a la memoria.
Otra estampa de aquellos días la proporcionaron otros
colegas que, también por su edad, no deberían haber sido proclives a excesos en
tierra extraña. Un día, ya entrada la noche los echamos de menos ¿dónde se
habrán metido? Pasadas las dos de la mañana, aparecieron cantando por la calle “Asturias
patria querida”, canción que en España ha servido lo mismo para un roto que
para un descosido en las noches de farra.
Recuerdos sobre todo de juventud en el pueblo, cuando a las
dos o las tres de la mañana nos paseábamos por las calles armando bulla y
molestando al personal. A mi tío, alcalde en otro pueblo, un vecino le reclamó porque
le molestaba que los mozos fueran cantando a las tantas, y le dio esta
respuesta: “Cómo les voy a llamar la atención, si yo me iría con ellos”.
Gloriosa réplica.
Y así, con el aguijón de los recuerdos, que a veces son más
dolorosos que el de una avispa, estos vienen encadenados como las cerezas de
una cesta. Una anécdota, por lo inusual e inesperado, me ocurrió en un
supermercado que había junto a la universidad del Rhur en Bochum. A una señora
le dije algo en español, pidiéndole disculpas o cediéndole el paso, nada
malsonante; cual no sería mi sorpresa cuando me contestó en español. Crees que
nadie te va a entender y de buenas a primeras hallas a una vallisoletana. Nos
invitó a su casa pero yo decliné la invitación alegando que tenía que estudiar.
Fueron otros que me acompañaban, pero la cosa no debió salir bien pues no la
volvimos a ver. Eran unos mendrugos.
Mención aparte merece el viaje –los- en avión. Lo pasaba mal
o peor. Siempre nada más despegar, nos daban almuerzo o cena, jamás probé
bocado por el miedo al mareo. En un vuelo de ida, avión de cuatro motores sin
que esta circunstancia fuera atenuante o lo contrario, sobrevolando Frankfurt
no se veía nada, íbamos entre nubes, pero los motores se escuchaban acelerar o
disminuir las revoluciones; ello trajo como consecuencia un tobogán de subidas
y bajadas que mi estómago no pudo resistir. Comencé a vomitar y estando ya el
aparato en la terminal, parado, yo seguía a lo mío. Pero de mi cuerpo ¡no salió
ni una gota! todo se realizó en seco. Ahora debería realizar un viaje a
Tenerife. Lo voy a cancelar, no me atrevo a volar.
El domingo pasado fue el cumpleaños de mi madre. Durante la
comida mi sobrino, sabedor de mis devaneos literarios, me dijo que por qué
no escribía sobre este tema. “No, sufro amnesia; es demasiado íntimo y mis
peripecias no tienen ningún interés excepto para mí, y todavía no estoy
preparado para ello”. Pero en cuanto he leído que el reto de este mes de
febrero iba sobre elefantes, no he podido evitar que mi memoria, que no es de
elefante, derivara hacia aquella tarde, aquella canción y la persona que con
todo interés la entonaba o destrozaba.
Learning lesson: los alemanes no son diferentes a los demás; si podían, enseguida enculaban su trabajo a otros. Realmente son cabezas cuadradas y muchos de ellos, salían cocidos del trabajo. La cerveza, circulaba a espuertas por las fábricas. Yo confieso que el mejor recuerdo que conservo de mi estancia, es precisamente la cerveza. Había bares que la tiraban con una ceremonia especial.
¿Cuentos? No, gracias.
¿Cuentos? No, gracias.
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