Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 1 de marzo de 2020

MELODRAMA


Compadres y compadresas, confieso con soberbia, la humildad queda para los débiles, que somos, no lo diré con sus letras pero son ustedes y ustedas sumamente inteligentes para entender –no tienen por qué asumir mis derroteros- lo que deseo expresar y dejo traslucir entre etéreas líneas.

Me acabo de comprar el libro de Julio Cortázar, Rayuela. Lo he iniciado y ya me ha desmoralizado. Emplea tal cantidad de vocabulario, palabros incomprensibles a veces, que casi resulta imposible seguir la narración. Y si dicen que todas las comparaciones son odiosas, esta no solo es odiosa para mí además de abominable; no hay derecho.

Pero no nos desanimemos a la primera. Él era hijo de papá, fue a buenos colegios y tuvo la oportunidad de viajar a París y por toda Europa, cuando nosotros, hablo por mí, fuimos el desecho de la sociedad que malvivía en el campo y no es que aprendiéramos las cuatro reglas: solo conocíamos la que el maestro empleaba para intentar enderezar los adoquines que en los días en que era imposible salir al campo, de pastor o a cualquier otra actividad, recibía en su escuela. A lo más que llegamos fue a contar las manzanas o las peras que habíamos hurtado, robado, en el frutal que más a mano teníamos, incluso cuando esa fruta no alcanzaba a ser denominada como tal. El resto del tiempo, cuando los frutales se negaban a ser eso, frutales, nos las arreglábamos para continuar con nuestra actividad depredadora.

¿Qué podemos espera de una troupe de desertores del arado o de cualquier otra actividad por muy bucólica que fuera? Era argentino, lo cual no es bueno ni malo sino todo lo contrario, como podía haber sido chileno o uruguayo. Hasta norteamericano, que alguno bueno ha debido haber. Incluso a los que teníamos más a mano París o Berlín, nos estaba vetado ser habitante habitual de ambas urbes, nos faltaba de todo: en primer lugar, el visado. Solo tuvimos, tuvieron, la oportunidad de sentirse parisinos o berlineses, aquellos parias que previo contrato de trabajo como emigrante, se sintió capaz o con ánimos para enfrentarse a un mundo en el que él/ella/ellas/ellos, serían el último mono y al estilo de las pelis de blancos y negros, lo más que les estaría permitido decir sería “oui bwana” “ja bwana”,  a pesar de que cuando volvieran a sus lares, lo harían presumiendo de coche, alquilado, y ropas caras, Esto último porque cualquier cosa que sobresaliera de la boina, ya llamaría la atención. Y así, no hay color, eso es jugar con ventaja, con premeditación, alevosía, nocturnidad y desprecio de sexo (cada cual que añada cuanto desee).

¿Pero cómo se puede escribir un libro que empieza por el capítulo setenta y tres y luego continúa a salto de mata sin orden no control? Aun dicen…. Yo no reniego de su inteligencia, todo lo contrario, abomino de la mía, incapaz de saber jugar al ajedrez leyendo un libro y mucho menos sobre un tablero. A pesar de todo yo me consuelo, no necesito escribir para ganarme el cuscurro o para ser propuesto a nada; mi ego ¿eso qué es? hace tiempo me abandonó el muy cabrito y me da lo mismo ciento que ochenta.

Resumiendo, compadresas y compadres, no pretendo aguarles la fiesta a ninguna/o de ustedes, todo lo contrario. Les animo a que sigan escribiendo sobre cualquier vaina que les venga a la mente sin preocuparles lo que las reglas de unos tipos adocenados, petimetres y pagados de sí mismos puedan decidir en Madrid o en cualquier otra capital americana. Eso sí, un consejo: no se me hagan ilusiones, nuestra literatura nos abandonó mucho antes de que eligiéramos este camino como mera diversión e incluso como oficio para salir del hoyo. Si fue así, equivocaron el camino: el fútbol les hubiera conducido a la gloria y a la pasta y puede que a mear coca tocados por la mano de dios.

"Siempre que vuelves a casa, me pillas en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masa..." Para pillarlo a uno con "las manos en la masa", nada mejor que un programa de mujeres que se llamaba así. Presentadora: Elena Santonja. Y que nadie se me encabrite, yo fui cocinero antes que fraile.

Dedicado a las/los participantes de Café Literautas

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