La mujer se detuvo poco antes de llegar a la puerta. Fue como si la hubiese inmovilizado una sensación repentina de recelo o de alarma. Apenas la separaban unos pasos del Café de Levante, abierto aún a aquellas horas. La mujer parecía observar la disposición de las sombras en la acera. Titubeó todavía un momento antes de acercarse finalmente a la puerta. (COMIENZO GUIÓN)
Hacía
más de dos años que su hijo se embarcó en el paquebote El Intrépido, con
destino a La Habana. Partía con una carta de recomendación que un tío, hermano
de su madre de Sanlúcar de Barrameda, le entregó para un indiano amigo suyo que
había hecho fortuna en la isla en el negocio de los tabacos; bueno, los tabacos
y todo lo que supusiera trapicheo y negocio lucrativo aunque no fuera legal.
Comerciaba con la caña de azúcar, el ron derivado de esta, los puros, las
bananas –estas últimas, más difícil de enviar a la península por la maduración debida
al tiempo del transporte- y no se había atrevido a negociar con esclavos,
aunque en más de una vez le había rondado la idea por la cabeza. Su amigo de
Sanlúcar habíale escrito de la posibilidad de emplearlo, cosa que le encantó
pues así tendría un criado fiel que impusiera disciplina a los trabajadores en
sus plantaciones.
Negociaron
el viaje con el capitán de El Intrépido, estableciendo que se enrolara como
pasajero “a media pensión”, esto es, realizaría trabajos a borde del barco como
un tripulante más y por ese motivo su pasaje sería poco menos que simbólico. El
mozo ya era un marinero curtido a bordo de un barco pesquero de Isla Cristina,
y no le arredraba ni el trabajo ni el mar embravecido.
El
navío se hizo a la mar a mitad del invierno y esperaba arribar a la Habana en
el mes de abril. Siempre aprovechando los vientos favorables y tratando de
evitar los huracanes del Caribe. La señora, pasado un tiempo prudencial, se
acercaba de vez en cuando a la estafeta de correos en busca de noticias de su
hijo. El resultado era siempre el mismo: “no hay nada para usted de América,
señora”.
Ya
habían pasado dos años, cuando un día arribó al puerto de Cádiz un barco pesquero
con un náufrago a bordo. Sin duda a los tripulantes les había contado sus
peripecias. Esta noticia acabó llegando a oídos de la madre del emigrante
perdido y ésta acabó encontrando al náufrago. Al verlo, casi se desmaya:
¡viajaba en el mismo barco que su hijo!
“Señora,
sí, recuerdo a su hijo. Cuándo navegábamos por el golfo de Cádiz, él como había
sido marinero, advirtió al capitán que aquella no era la ruta que debían seguir
hacía Canarias. Como consecuencia de la discusión, encerraron a su hijo,
alegando que pretendía amotinarse y lo entregarían a la autoridad en el próximo
puerto. Dos días después, avistamos un barco que nos envió una andanada
intimidatoria para que el navío se detuviera. Subieron a bordo media docena de
piratas, porque el barco lo era, y nos llevaron con ellos a todos los pasajeros
incluido su hijo.
A
mí me extrañó la insólita camaradería que parecía existir entre la tripulación,
capitán incluido, y aquellos asaltantes. Nos llevaron al barco pirata y de allí
a tierra donde nos subastaron y vendieron como esclavos. A mí y otros tres más,
incluidas dos pasajeras, nos compró un bereber que a través del desierto nos
condujo a sus tierras en las montañas, donde permanecí hasta que en una ocasión
propicia conseguí evadirme y tras calamidades sin cuento, me hice a la mar en
un simulacro de balsa, hasta que me encontraron los pescadores a punto de morir
deshidratado y hambriento. El bereber esclavista, tenía más gente de la misma
procedencia y nacionalidades diferentes: españoles, portugueses, moriscos y
algún francés. Él a su vez, también era traficante de esclavos. Según contaban,
esas organizaciones negreras tenían varios puntos de compra-venta en la costa
de Argelia, Túnez, Mauritania. De los países más al sur, Camerún, Nigeria, etc.
secuestraban a los nativos para llevarlos a América.
De
su hijo, no puedo decirle más, fue subastado conjuntamente con nosotros y lo
compró, con otros tres más, un tipo con mala pinta, europeo, pero ignoro el
destino que le adjudicaron. Por los barracones donde nos hacinábamos por las
noches, algunos fantaseaban y decían que, a esos, los llevaban a las minas del
rey Salomón. Que probablemente serían eso, una fantasía, pero minas sin duda es
probable que lo fueran”.
La mujer indagó en el
puerto sobre los movimientos de El Intrépido. Está previsto que llegue de La
Habana dentro de quince días. Tiempo más que suficiente para tramar un plan,
avisando previamente al pasajero/esclavo/náufrago de tal acontecimiento y para
que intentara permanecer en el silencio y anonimato con el fin de no alertar a
la tripulación del barco “pirata”.
Ya estaba decidida y sin
vacilaciones empujó la puerta del bar Café de Levante. De un vistazo, se hizo
cargo de la situación. A la derecha, en la semioscuridad, una mesa ocupada por
cinco hombres, sin duda marineros. Se dirigió con resolución hacia ellos y
preguntó si eran tripulantes del paquebote El Intrépido. Con curiosidad la
miraron y una sonrisa burlona se escapó del marinero que respondió
afirmativamente. Dirigiéndose a uno que por su vestimenta y actitud del resto
hacia él, parecía ser el jefe, -a pesar de la oscuridad y el tiempo
transcurrido lo reconoció al instante-, le requirió si era el capitán del
barco. Con mirada curiosa le respondió que sí. Entonces, sin sacar la mano del
bolso que portaba, le descerrajó dos tiros en plena cara matándolo en el acto.
El resto, lejos de salir en su defensa, emprendieron despavoridos la huida,
temerosos de ser el siguiente blanco de aquella furia humana.
Pasados seis meses
después del juicio por asesinato del capitán, y tras conocerse toda la verdad
relatada por el náufrago, recibió una carta en la cárcel fechada en La Habana:
“Querida madre: tras una serie de vicisitudes que ya te contaré, he recalado en
la finca del amigo del tío. Conservaba la carta de presentación y se la
entregué; ahora soy libre y trabajo en sus plantaciones. Un abrazo”.
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