Le tocó vivir la guerra y la posguerra, cuando los hombres de su edad habían desaparecido o casi. Nada que otras mujeres de su tiempo no vivieran en aquellos años, cuando los hombres se pasaron entre guerra civil y mili, siete años sin volver a casa. (El que volvió). Es la mayor de siete hermanos, tres de ellos ya desaparecidos. La siguiente, ya ha superado los ciento un años.
Se casó con un mozo tres
años más joven que ella, pasados los treinta y dos. Era muy guapa, según
muestra la foto del día de la boda. Aun hoy, tiene unas manos de pianista
envidiables, finas, sin asomo de artrosis ni otras muestras que, incluso su
hija mayor, ya padece.
Tuvo dos hijas, cosa
normal en un matrimonio, las cuales iniciaron el éxodo nada más alcanzar la
juventud. (Como anécdota, cada vez que tuvieron una hija, el cerdo que
necesitaban para subsistir durante buena parte del año, murió. ¡Que fatalidad!)
Ellos, la pareja matrimonial, permanecieron en el pueblo dedicados a las faenas
del campo, tal y como había sido toda su vida. Un día en los ochenta, durante
la época de la vendimia, al marido le dio un ictus, embolia le llamaban
entonces, y permaneció seis meses hospitalizado. El brazo izquierdo inútil,
paralizado, la pierna del mismo hemisferio, casi. Dentro de la desgracia, el
habla y el dominio del brazo derecho, no sufrieron tanto quebranto. Con humor
decía que se encontraba "regular, gracias a Dios". En aquellos años,
el pueblo todavía tenía vida y convivencia, hoy, solo quedan la mayoría de las
casas vacías.
Cuando volvieron a casa,
mejor dicho desde que sufrió el ictus, el campo quedó abandonado. Ella temía
que el marido no pudiera superar, tras la parálisis corporal sufrida a raíz del
ataque cerebral, la dejación y el abandono de las tierras que había cultivado
durante toda su vida. En absoluto; él se adaptó a su nueva situación en tanto
ella era quien de verdad sufría, estoicamente, la nueva situación. La persona
enferma adopta el rol que, una situación no deseada, le impide realizar el día
a día llevado a cabo con anterioridad. Sin duda que el cerebro se ve afectado y
olvida.
Durante diez años
atendió al marido, cuyo estado de salud poco a poco fue degenerando, sin ayuda
alguna. Las hijas, ausentes desde su juventud, acudían de visita pero ayudaban
poco, más bien lo contrario. En los últimos años, al marido debieron instalarle
una habitación en la planta baja de la casa por la imposibilidad de acceder por
las escaleras al piso superior. Comenzó a perder el control de los esfínteres y
fue ella la que acarreó, con verdadera moral paciente y sufrida, esa carga
adicional.
A los diez años del
ataque, con setenta y un años, una noche expiró. Aquí comenzaría la liberación
del trabajo que supuso la atención al marido enfermo. ¿Se sintió mal durante la
afección por la obligación que originó la misma? En absoluto, lo asumió con
cristiana resignación, pero qué duda cabe que es imposible sustraerse a la
temida pregunta: ¿Por qué a él? ¿Por qué a mí?
Siguieron noches de
soledad, insomnio y miedo, en las cuales durmió o intentó hacerlo, con las
luces encendidas, como una niña, obviando que los muertos no vuelven jamás; es
el miedo a la propia muerte, lo que hace a las personas volverse temerosas
cayendo a veces en la depresión, el desánimo y en casos extremos, el suicidio.
Pero hasta eso lo superó imperturbable, viviendo su soledad recién sobrevenida.
Así ha permanecido todos
estos años desde la desaparición del marido, cuando ella tenía setenta y cinco
años, hasta los noventa y ocho, en soledad consigo misma. Pero no se amilanó.
Con una cabeza privilegiada y unas manos inigualables para el ganchillo,
confeccionó para las hijas y nietas, mantelerías y colchas que son muy poco
prácticas pero de un valor incalculable, más allá del puramente material.
Infatigable consumidora
de misas diarias y rezadora de rosarios, cuando algún difunto había en el
pueblo, allí estaba ella dirigiendo los misterios y la letanía
correspondientes. Hoy, sorda como una tapia, por teléfono es imposible hablar
con ella, y con la cabecica dura como buena aragonesa, ha encontrado nuevo
aliciente en una residencia para la tercera edad en la cual hay hospedados
muchos jóvenes, viejos conocidos suyos. Incluso parientes. El oído le falla –se
ayuda de un pinganillo para escuchar en directo- pero la cabeza y sobre todo la
lengua, la tiene como una patena y bien lubricada. Recita de memoria la poesía
“La casada infiel”, del “Romancero gitano” de García Lorca: «Y yo me la llevé
al río, creyendo que era mozuela…» aprendida en la niñez.
Cocinera curtida en mil
perolas, guisa el conejo de manera que nadie hemos conseguido imitar; hace unas
empanadillas de plato único por lo ricas; y sobre todo, un flan de huevo de una
pieza, de un litro de leche. Sale cocido y sin agujeros ¡y mira que es difícil
lograr ese equilibrio!
Si hay con quien pegar
la hebra, es infatigable. Y como ha vivido tanto, tiene repertorio para dar,
vender y regalar. «Ay, Dios mío de mi corazón», repite una y otra vez; «Qué
hago aquí yo ya» reafirma incansable; pero si le duele un poco la rodilla,
rauda pide un paracetamol.
Hasta el año dos mil
dieciocho vivió sola, con noventa y ocho años. Al entrar en la residencia, en
Daroca, la sometieron a un "tercer grado", quedando maravillados de
su agilidad mental y su memoria.
Ha superado el covid-19
como asintomática, en tanto que otros residentes más jóvenes, quedaron en el
camino.
El pasado veintinueve de
octubre de dos mil veintiuno, cumplió ciento dos años. Así que camina rauda a
los ciento tres.
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