Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para callarse.

domingo, 30 de enero de 2022

CIEN... Y MÁS

Le tocó vivir la guerra y la posguerra, cuando los hombres de su edad habían desaparecido o casi. Nada que otras mujeres de su tiempo no vivieran en aquellos años, cuando los hombres se pasaron entre guerra civil y mili, siete años sin volver a casa. (El que volvió). Es la mayor de siete hermanos, tres de ellos ya desaparecidos. La siguiente, ya ha superado los ciento un años.

Se casó con un mozo tres años más joven que ella, pasados los treinta y dos. Era muy guapa, según muestra la foto del día de la boda. Aun hoy, tiene unas manos de pianista envidiables, finas, sin asomo de artrosis ni otras muestras que, incluso su hija mayor, ya padece.

Tuvo dos hijas, cosa normal en un matrimonio, las cuales iniciaron el éxodo nada más alcanzar la juventud. (Como anécdota, cada vez que tuvieron una hija, el cerdo que necesitaban para subsistir durante buena parte del año, murió. ¡Que fatalidad!) Ellos, la pareja matrimonial, permanecieron en el pueblo dedicados a las faenas del campo, tal y como había sido toda su vida. Un día en los ochenta, durante la época de la vendimia, al marido le dio un ictus, embolia le llamaban entonces, y permaneció seis meses hospitalizado. El brazo izquierdo inútil, paralizado, la pierna del mismo hemisferio, casi. Dentro de la desgracia, el habla y el dominio del brazo derecho, no sufrieron tanto quebranto. Con humor decía que se encontraba "regular, gracias a Dios". En aquellos años, el pueblo todavía tenía vida y convivencia, hoy, solo quedan la mayoría de las casas vacías.

Cuando volvieron a casa, mejor dicho desde que sufrió el ictus, el campo quedó abandonado. Ella temía que el marido no pudiera superar, tras la parálisis corporal sufrida a raíz del ataque cerebral, la dejación y el abandono de las tierras que había cultivado durante toda su vida. En absoluto; él se adaptó a su nueva situación en tanto ella era quien de verdad sufría, estoicamente, la nueva situación. La persona enferma adopta el rol que, una situación no deseada, le impide realizar el día a día llevado a cabo con anterioridad. Sin duda que el cerebro se ve afectado y olvida.

Durante diez años atendió al marido, cuyo estado de salud poco a poco fue degenerando, sin ayuda alguna. Las hijas, ausentes desde su juventud, acudían de visita pero ayudaban poco, más bien lo contrario. En los últimos años, al marido debieron instalarle una habitación en la planta baja de la casa por la imposibilidad de acceder por las escaleras al piso superior. Comenzó a perder el control de los esfínteres y fue ella la que acarreó, con verdadera moral paciente y sufrida, esa carga adicional.

A los diez años del ataque, con setenta y un años, una noche expiró. Aquí comenzaría la liberación del trabajo que supuso la atención al marido enfermo. ¿Se sintió mal durante la afección por la obligación que originó la misma? En absoluto, lo asumió con cristiana resignación, pero qué duda cabe que es imposible sustraerse a la temida pregunta: ¿Por qué a él? ¿Por qué a mí?

Siguieron noches de soledad, insomnio y miedo, en las cuales durmió o intentó hacerlo, con las luces encendidas, como una niña, obviando que los muertos no vuelven jamás; es el miedo a la propia muerte, lo que hace a las personas volverse temerosas cayendo a veces en la depresión, el desánimo y en casos extremos, el suicidio. Pero hasta eso lo superó imperturbable, viviendo su soledad recién sobrevenida.

Así ha permanecido todos estos años desde la desaparición del marido, cuando ella tenía setenta y cinco años, hasta los noventa y ocho, en soledad consigo misma. Pero no se amilanó. Con una cabeza privilegiada y unas manos inigualables para el ganchillo, confeccionó para las hijas y nietas, mantelerías y colchas que son muy poco prácticas pero de un valor incalculable, más allá del puramente material.

Infatigable consumidora de misas diarias y rezadora de rosarios, cuando algún difunto había en el pueblo, allí estaba ella dirigiendo los misterios y la letanía correspondientes. Hoy, sorda como una tapia, por teléfono es imposible hablar con ella, y con la cabecica dura como buena aragonesa, ha encontrado nuevo aliciente en una residencia para la tercera edad en la cual hay hospedados muchos jóvenes, viejos conocidos suyos. Incluso parientes. El oído le falla –se ayuda de un pinganillo para escuchar en directo- pero la cabeza y sobre todo la lengua, la tiene como una patena y bien lubricada. Recita de memoria la poesía “La casada infiel”, del “Romancero gitano” de García Lorca: «Y yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela…» aprendida en la niñez.

Cocinera curtida en mil perolas, guisa el conejo de manera que nadie hemos conseguido imitar; hace unas empanadillas de plato único por lo ricas; y sobre todo, un flan de huevo de una pieza, de un litro de leche. Sale cocido y sin agujeros ¡y mira que es difícil lograr ese equilibrio!

Si hay con quien pegar la hebra, es infatigable. Y como ha vivido tanto, tiene repertorio para dar, vender y regalar. «Ay, Dios mío de mi corazón», repite una y otra vez; «Qué hago aquí yo ya» reafirma incansable; pero si le duele un poco la rodilla, rauda pide un paracetamol.

Hasta el año dos mil dieciocho vivió sola, con noventa y ocho años. Al entrar en la residencia, en Daroca, la sometieron a un "tercer grado", quedando maravillados de su agilidad mental y su memoria.

Ha superado el covid-19 como asintomática, en tanto que otros residentes más jóvenes, quedaron en el camino.

El pasado veintinueve de octubre de dos mil veintiuno, cumplió ciento dos años. Así que camina rauda a los ciento tres.

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